Efrén Alemán García. Periodista, traductor y escritor//
Recuerdo que era bastante pequeño. Todavía los calendarios no apuntaban dos números en la fina y tersa piel que abrigaba mis músculos. Mi madre aún sonreía también. Y en aquellas mañanas de fin de semana en las que la nevera pedía a gritos una gran bolsa de comida que la llenara, transitábamos por pasillos añejos de la Plaza del Mercado de Vegueta entre el dulce alboroto de las conversaciones y rumores de pasos, y el vaivén de las carretas y camiones cargando y descargando alimentos.Un maravilloso olor a frutas brotaba del edificio por cuyas raíces de cemento habían pasado generaciones y generaciones disfrutando de la misma esencia. El calor humano de un lugar abarrotado de transeúntes ansiosos por llevarse al paladar y a la casa el mejor ágape luchaba también por abrirse camino entre esencia de plátanos, aguacates y sociedad. Era hermoso pasear con mi madre, entonces, para descubrir a cada paso un nuevo manjar que degustar y otro día que recordar como si la vida fuese una inmensa bóveda de momentos que aglutinar mientras se existe. En aquel lugar había gente. Había un fondo de pasillos. Nacían las palabras como el esqueje de una planta cuando lucha por asomar sus raíces a la primavera. Era, simplemente, un mercado de humanos para humanos.
Sin embargo, han pasado algunos años. Me ha crecido demasiado la mirada, debe de ser. Ya no es lo que era antes el mercado. Hay un sitio al que llaman parqué al que le sobra algo más que una tilde para convertirse en ese lugar por el que se pasea alegremente la inocencia pendiendo de los columpios y la ilusión de los pedales con ruedillas. En lugar de frutas, ahora se degustan valores que distan mucho de enseñar humildad y cariño. Se invierten las palabras en fondos alternativos de cuyo fondo se nutre la más pura avaricia. Las acciones no alcanzan el verbo de carne pura de un beso, sino las cotizaciones de un índice que poco se parece al segundo dedo. Por desgracia, está al alza la ruindad y a la baja la comprensión y el afecto. La solidaridad llega en navidades cargadas de material de mierda y fluctuaciones incomprensibles en las relaciones. Se desploma la ciudad llena de miradas aletargadas, mientras las matemáticas de la economía siguen llenando bolsillos de ricos que cada vez son más ricos.
Y ya no sé qué me ocurre. No sé si la renta de generosidad y nobleza que me queda es fija o variable. Si mis palabras humanas pueden verse sobreexpuestas al IVA de la codicia o calificarán mi crédito humano como de alto riesgo. Y tampoco sé si mi cartera de arrumacos quedará infraponderada en este jardín metálico de urbes sin más corazón que el asfalto. Lo único de lo que soy consciente es de que quiero que mis acciones sigan cotizando al alma.
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